Por Abraham García
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Defenestrado por la crítica musical de su tiempo, el tercer álbum del cantautor apodado “El Rey de Nueva York” trasciende su formato auditivo y se expande a formas de expresión literaria, teatral y hasta cinematográfica con solo reproducirlo.
En el siglo pasado, los años 70 fueron la década de moda para los álbumes conceptuales. Lo que comenzó en un vago y hasta cierto punto infantil intento que no termina por cuajar, por hilar la secuencia narrativa de un grupo ficticio dando un concierto en Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band por parte de The Beatles en 1968; y culminó en 1979 con el grandilocuente, mastodóntico y biográfico hasta la obsesión, The Wall, con Roger Waters como dictador en Pink Floyd; Lou Reed estableció los Qué’s y Cómo’s para crear álbumes conceptuales en 1973, capaces de contar perfectas historias con el estilo narrativo crudo, directo y sencillo que caracterizó a sus letras, generando un Magnum Opus al tiempo que, de nuevo, tiraba su carrera musical al bote de basura.
En 1972, con “Walk On the Wild Side” de Transformer, que a la postre fue el mayor hit radial en toda su carrera como solista, Lou Reed se convirtió en promesa de estrella, pero había un problema, el buen Lou tenía un ego y, otra vez, mucha heroína en el cuerpo; no podía ser la mascota ni el protegido de su productor David ‘Ziggy’ Bowie, menos luego de que el británico se hubiese reconocido pupilo a distancia de la Velvet Underground; y no hacía falta repetir una experiencia similar a la del mecenazgo de Andy Warhol.
Con las valijas llenas de éxito y un contrato con RCA, Reed se dijo una vez más “ahora sí, me la juego solo”; con el ánimo de quitarse la espina del fracaso que tuvo la recepción de su debut homónimo, se apartó de la gente que con facilidad le pudo mantener en la palestra por más tiempo con la fórmula del glam rock. Imagino que tendría pretensiones menos fantasiosas, ya que mientras la disquera le pedía una continuación de Transformer, Reed quiso hacer un paréntesis en ese estilo para después retomarlo.
Berlin no fue compuesto o escrito de un tirón, ni en un proceso creativo continuo y delimitado, ya rondaba en el aire que respiraba Reed incluso desde los últimos tiempos de la mítica Velvet Underground, cuando el grupo grabó, pero no usó para ninguno de sus álbumes, las canciones “Stephanie Says” (que devino en “Caroline Says II”), “Oh Gin” (a la postre “Oh Jim”) y “Sad Song”, el cierre de Berlin, con letras menos trabajadas.
Cuenta el biógrafo Mick Wall en Lou Reed – The Life, que Reed comenzó a tomar consciencia de lo que quería hacer para su tercer álbum cuando una escucha tardía de “Mother” de John Lennon le impactó por el realismo de su letra.
Con su experiencia como cronista en canciones acerca de las personalidades y (¿por qué no?) personajes que conformaban la fauna de la Factory en su época Velvet, no sería tan complicado dotar de realismo a la historia de la pareja imaginaria Caroline y Jim; de hecho, se le ocurrió que la directriz del álbum sería hacer “una película para los oídos”.
Dispuso del dinero de RCA para contratar como productor a un incipiente Bob Ezrin (hasta entonces más conocido por trabajar con Alice Cooper y otros proyectos de rock duro), quien armó un ensamble con 14 ejecutantes de sesión, entre ellos Jack Bruce (de Cream), Steve Winwood (de Blind Faith), B.J. Wilson (de Procol Harum), Aynsley Dunbar y Tony Levin, entre otros jazzmen. En retrospectiva, era un supergrupo desperdiciado por la campaña publicitaria del álbum.
“Berlin”, el tema que nombra al álbum originalmente apareció en el debut de Reed. Aquí, con tan sólo el primer verso y un nuevo arreglo de piano, es la apertura de la historia, nos sitúa a una cafetería junto al muro de Berlín, tal vez en Zimmerstrasse, o por Unten den Linden, cerca de una cercada Puerta de Brandenburgo, donde Caroline celebra su cumpleaños; el flechazo con Jim es inminente en “Lady Day”, luego que la viese cantar. Se siente la promesa de un romance memorable.
“Men of Good Fortune”, un tema que también llegó a ser interpretado en vivo por The Velvet Underground, según documenta Mick Wall, en apariencia se desconecta de la trama, pero bien nos adentra de manera ambigua en el perfil de Jim, tal vez es un chico buena onda, de buena cuna, sin más necesidad que ocuparse de su aburrimiento, o quizá es un luchador con carencias, que se la ha tenido que jugar cada día y la vida le ha hecho madurar con precocidad. Lou Reed entra en escena con el papel de narrador activo para señalar su indiferencia ante las clases sociales.
Si bien, la canción señala, al punto de exageración, los estereotipos diametralmente opuestos entre el varón rico y el pobre desde sus crianzas, y lo que ya sabemos, que es poca la gente que dirige empresas y gobierna países, que puede ser hipócrita, cínica y aprovechada de su posición, mientras la gran mayoría tiene que vivir al día o (tratar de) subir como pueda la escalera social; vislumbra ese ese brutal e injusto mundo dominado por los hombres, hasta para los propios hombres.
“Caroline Says I” es una canción preciosa, nos mete en la piel de Jim, al momento en que no puede estar más enamorado de Caroline y con su devocional mirada acepta todo de ella como un absoluto, aunque Caroline pueda ser una pesada y se burle de él. “¡Aun así es mi reina alemana!”, clama Jim en la voz de Reed.
“How Do You Think It Feels” lleva al escucha a uno los momentos más íntimos entre Jim y Caroline, ya como pareja, donde se nos revela que no todo es perfección en el nidito de amor. Ambos se han convertido en junkies hasta la médula y queda patente su dependencia, a la pareja y al speed.
La hermosura inicial que exudaban comienza a diluirse para dar paso a una insaciabilidad bestial que parece no tener fecha para concluir. A partir de ahí Berlin comienza a avanzar hacia abajo a pasos agigantados, las canciones o capítulos de la historia se tornan más y más duros y crudos con el declive de los personajes.
“Oh Jim” nos muestra el primer indicio de violencia doméstica, con un Jim empastillado y fuera de sí, que ya ni siquiera tiene intimidad con Caroline, en un hogar que no parece valioso para cuidar ni conservar. Eventualmente la bota y por primera vez percibimos a cabalidad lo que ocurre en el fuero interno de Caroline, emocionalmente destrozada y abandonada, adicta e incapaz de sostener la familia que ha formado.
En “Caroline Says II” Caroline poco y nada tiene que ver con la belleza con cara de princesa que conocimos. Se ha convertido en Alaska, la prostituta que causa burlas entre supuestas amistades, que de repente aparece golpeada luego de algún encuentro, quizá con Jim, quizá con algún cliente, que está ida y deteriorada por las anfetas y que ya nada le importa, pero que por fin ha cortado el vínculo con su amado agresor.
Es curioso que hasta ahora no haya mencionado nada sobre los aspectos musicales del álbum, cosa que parece hasta ridícula, pero es que el sonido de los músicos que participan se subordina y pone al servicio de contar la historia, deja de lado su protagonismo técnico y no hay momentos para que el escucha pueda tararear algún pegajoso ritmo o alguna melodía, aunque sin embargo ahí estén. Ni siquiera ocurre como en las bandas sonoras de las películas, aquí la música no acentúa la animosidad de las escenas o imágenes que ocurren en Berlin, se convierte en el medio para transmitirlas. En la desesperación y colapso de Caroline, cuando rompe la ventana, de manera nítida puedes apreciar la delicadeza con que caen los cristales.
Los últimos temas de Berlin desde luego pueden herir en diferentes grados la sensibilidad de las personas. Para mí el más desgarrador quizá sea “The Kids”, una canción /escena /capítulo contada quizá por el portero del edificio donde vive Caroline, que nos cuenta los chismes de vecindad y señala la mala reputación que se ha ganado la protagonista.
“Se llevan a sus hijos porque dicen que no es buena madre”, canta Reed al tiempo que nos mece en una canción de cuna con su guitarra criolla. Existe la leyenda, pero no encontré ningún documento para verificar, que el llanto de infantes, muy notable en la grabación, es de los hijos de Bob Ezrin, quien los llevó a la cabina y les inventó que su madre había muerto mientras prendía la grabadora para conseguir su reacción. Una crueldad, en efecto, pero en “aras del arte”.
De cualquier manera, dudo que haya madres y padres que nunca se equivocaron, ni prole que no les haya reclamado.
Sin más esperanzas, expectativas ni amor propio, Caroline se corta las venas en su lecho. Es lo que relata Jim en “The Bed”, mientras intenta deducir cómo ocurrieron las cosas, mira el hogar que habitó y recuerda todo lo bueno que alguna vez hubo ahí. La corista Elizabeth March, la única mujer en el ensamble de Berlin, con su voz evoca una suerte de último estertor en Caroline que poco a poco se diluye en los primeros segundos de la final “Sad Song”, un inequívoco un lamento originado desde el patetismo de Jim, desde luego, que mira la fotografía de su amada, a quien siempre la verá en su imaginario como parte de realeza; y una promesa por intentar aprovechar mejor el tiempo, aunque ya conozcamos quién es Jim.
En lo musical, hay un arreglo de cuerdas en “Sad Song” que parece calcado de “Comfortably Numb” de Pink Floyd, como si fuese un flagrante plagio. Aunque bueno, según el año, Berlin fue primero que The Wall y Bob Ezrin como productor es el común denominador en esta ecuación.
No sorprende que Berlin haya sido un desastre comercial. En definitiva, no tiene canciones que puedan funcionar como sencillos -no puedes cortar en partes una historia- pero de ahí a que la crítica de su tiempo lo haya reprobado, confirma mucho la noción de Jacques Atalli en su ensayo de Ruidos, respecto a que por lo general la música: “ambigua y frágil, en apariencia menor y accesoria”, va un paso adelante en el zeitgeist.
Algo que me ocurre cuando escucho Berlin es que termina por no importarme cómo suena porque comienzo a imaginar el rostro de Caroline y toda la historia, cosa que ni la grabación de una ópera en forma logra, porque necesitas la puesta en escena para tener y comprender el contexto.
Que sí, la historia de Caroline y Jim en Berlín es sumamente triste, pero no difiere mucho de las que ocurren a la vuelta de la esquina en cualquier ciudad, en cualquier país. Quizá por su realismo el álbum haya incomodado a la crítica, y de ahí el denuesto, pero es que la realidad muchas veces es incómoda, y eso no le quita mérito a sus participantes.
Berlin es en mi opinión un álbum que por un momento retira a Reed de la mesa en la que comen Lennon, Waters, Bowie y Townsend, y lo sienta en una donde comen Goddard y Tarkovski, y una tercera con Wilde y Dostoievski, incluso su muy querido Poe.
Por Abraham García
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