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Columna Estoy Escuchando: Meddle, de Pink Floyd

Por Abraham García [email protected] Lanzado hace 50 años, este álbum supuso una transición para que el grupo de Londres tuviera un nuevo comienzo creativo y de una vez por todas en el estudio de grabación dejara de lado la sombra de Syd Barrett. Desde las sesiones de A Saucerful of Secrets de 1968, Pink Floyd no había entrado al estudio sin tener composiciones previamente trabajadas para grabar un álbum nuevo. Hicieron Ummagumma en calidad de solistas para cada pieza y en seguida cayeron los encargos musicales para las películas More y Zabriskie Point (este último proyecto un tanto fiasco porque el director Michelangelo Antonioni decidió descartar la música original que el grupo había trabajado para la cinta) y mientras tanto, Atom Heart Mother, el pomposo álbum que los retiraría de la movida hippie universitaria para situarlos en el superestrellato, ya se estaba cocinando. En 1971, Pink Floyd se había metido en demasiadas cosas desde la expulsión/deserción de Syd Barrett a causa de su inestabilidad con el LSD y apenas habían pasado 2 años, era como si en ese tiempo los integrantes del grupo hubiesen tratado de evadirse de su ausencia (incluso David Gilmour, Roger Waters y Richard Wright participaron de la grabación de sus álbumes solistas, The Madcap Laughs y Barrett) y tan solo seguir sin parar el flujo del torbellino que comenzó en 1965, cuando formaron el grupo con la visión y empuje de alguien que ya no estaba ahí. Se metieron a grabar en el estudio, por separado, a ver qué salía. Era hacer un corte de caja para reactivar al grupo desde cero, para definir lo que era su sonido sin su líder primigenio, y todo comenzó con “Echoes”, la épica la pieza central de 23 minutos y fracción que cierra su sexto álbum de estudio. A Meddle lo conocí, como dicta el cliché, en una de las primeras veces que experimenté los efectos de la cannabis, en compañía de mis 3 mejores amigos de la facultad. Eran tiempos en que nos reuníamos ya no para hablar y discutir, sino prácticamente pelear por música y grupos y géneros musicales mientras corrían canciones elegidas por todos. “Tú no eres nadie para criticar la música que me gusta, perro”, era algo que seguro nos llegamos a decir. Desde luego, en ese tiempo “Echoes” me voló la cabeza. Decía que la composición del tema fue lo primero que hizo el grupo para este álbum y fue un parto creativo muy complicado, ya que fueron semanas y semanas de trabajar sin dar con la tecla. Fue de hecho ese reconocible teclazo inicial de Richard Wright, aquel que, usando la imaginación, se podría interpretar como una señal, no sé si de vida, o de un nuevo despertar o comienzo, lo que cimentó la base para estructurar los 24 fragmentos de improvisación individual que conforman “Echoes” y hasta el momento habían llamado “Nada”. Usaron el estudio de grabación para editar el orden de los fragmentos de sonido -como si fuese un instrumento musical más- y así armaron un rompecabezas sonoro y musical que tuviera sentido. De ahí la secuencia en limpio y muy lento crescendo que progresa hacia un jam funky. De pronto se rompe y cae, como Ícaro desde el cielo, pero en vez de morir ahogado en el fondo del mar, recupera la consciencia y comienza a nadar hacia la superficie, y así reemerge triunfante mediante el teclazo en el piano de Richard Wright del inicio, pero que ahora anuncia la ascensión musical. “Echoes” logra ser un tema muy imaginativo, como otrora fuera “Interstellar Overdrive” de los inicios de la banda, aunque de una manera que poco y nada tiene que ver con el sonido de la época de Syd Barrett, mismo que ya tenían bien asimilado trabajado. El sonido lírico de sus inicios como grupo, claramente influenciado por el jazz, perdió un poco de su explosividad espontanea y cambió hacia una creatividad más deliberada y consciente. “La canción” tan sólo fue el primer atisbo del sonido más refinado y venidero del grupo y el inicio de una temática que se volvió recurrente en las letras de Pink Floyd: la comunicación. Debo decir que Meddle es un álbum muy querido para mí y tal vez se trate de mi favorito entre la basta discografía del grupo. Sus bucólicas letras me remiten a los campos de Colima y Ciudad Guzmán a cualquier hora, ya sea desayunando un litro de pulque fresco, haciendo senderismo entre la niebla en una tarde estival, o avistando estrellas fugaces por la noche, mientras me caliento las manos frente a una buena fogata con un café bien cargado. “One Of These Days”, con su ritmo cuasimetalero que invita a hacer headbanging, quizá haya sido en su momento el gancho que me hizo querer escucharme todo el álbum, pero “Fearless”, el lado B del sencillo, y también parte del álbum, es sin duda mi canción pinkfloydiana favorita. En lo musical tal vez sea insignificante comparada con la complejidad sonora de otras piezas progresivas o psicodélicas del grupo, pero la letra, con su literal evocación a esa noción de que como personas somos frágiles o vulnerables ante aquello que nos pueda dar miedo, ya sea una cima empinada, el futuro, la muerte (propia o de un ser querido), me lleva a un lugar emocional muy íntimo y, como si fuese un chute de adrenalina para un corazón en paro, me carga de convencimiento para encarar lo que sea, por mucho que no crea poder. La interpolación entre Pink Floyd tocando el tema, con el entrañable “You’ll Never Walk Alone”, muy popularizado por el grupo Gerry and The Pacemakers y cantado a todo pulmón por los Kopites del Liverpool FC en un Anfield a reventar como cierre, me parece inefable y abrumador. Sobra decir que cuando escuché “Fearless” en el Zócalo, el 1 de octubre de 2017, con el sonido cuadrafónico de Roger Waters y su banda, me rompí en incontrolable y vigorizante llanto porque llovía bastante y además tenía

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Columna Estoy Escuchando: Master of Reality, de Black Sabbath

Por Abraham Garcí[email protected] Publicado hace 50 años, es el tercer álbum de la primigenia agrupación de metal formada en Birmingham. A la fecha continua el debate acerca de si es o no aquel que terminó por definir al género entre su discografía. Mi acercamiento a Black Sabbath fue en la adolescencia, cuando un viejo amigo me regaló las copias quemadas en CD de Paranoid y el álbum que hoy escuchamos, con el pretexto de aleccionarme sobre metal, pues desacreditaba los grupos que escuchaba por ese entonces. Fue la banda perfecta, con la mística perfecta, en el tiempo perfecto para sumergirme en ella. De ahí que me resulte complicado hablar acerca de uno de mis máximos grupos favoritos en la vida. Cuesta mantener el sentido de objetividad y no caer en las garras del fanatismo desbordado, pero antes que periodista musical, soy melómano. Así que haré lo posible por mantener una línea de equilibrio. Era julio de 1971 y Black Sabbath ya lanzaba al mercado su tercer larga duración, apenas 16 meses después de haber publicado su debut homónimo. Nadie había asimilado del todo su música porque causaba extrañeza y hasta desprecio que alguien cantara sobre demonios poseyendo almas y hombres de hierro de fantasía destruyendo pueblos, pero el sencillo “Paranoid” les hizo ganar cierta publicidad en los medios de comunicación, debido en parte al pegajoso acorde de Anthony Iommi y la letra de Terence Butler, hasta cierto punto convencional para los charts de popularidad. Eran los tiempos en que como novel grupo tenían que aprovechar la atención recibida por la controversia que despertaron al ser señalados como satanistas y rajarse el lomo como burros en tocar, componer, grabar y publicar antes de que se desvaneciera la notoriedad, por la que también competían grupos tal vez hasta más virtuosos, como Deep Purple o Led Zeppelin, que junto con los mismos Black Sabbath empujaron para abrir las puertas del éxito popular a los grupos de rock duro o pesado, pero lejos de grabar más éxitos radiales, Black Sabbath entregó Master of Reality, un álbum que de primera oída pareciera una calca, un Volumen II de su antecesor, o que incluso podría ser parte del mismo álbum, por la duración y cantidad de canciones de ambos. También era un álbum nada amigable para la radio.En los menos de 35 minutos de duración y 6 canciones per se que contiene (por ahora obviemos “Embryo” y “Orchid”), Master of Reality parecería más un ep que un álbum (así como el Bad Witch de Nine Inch Nails), pero que en mi opinión supuso la chapita o una fina punta de lanza para terminar por definir una estética y un estilo musical auténtico y original como propuesta del grupo. Si con el homónimo Black Sabbath el grupo quiso asustar a críticos y gente con su pantanoso blues electrificado, como otrora hiciera la película de Mario Bava de donde tomaron el nombre; si con Paranoid comenzaron a ganar dinero a causa de la polémica, el morbo y los “hits” radiales, Master of Reality presentó un sonido más consciente y pulido de parte del grupo y una identidad musical completamente cohesionada y sólida. Son mínimos los detalles, ¡pero están presentes! Incluso dispusieron de más tiempo en el estudio y a diferencia de las sesiones de los álbumes anteriores, pudieron trabajar con mayor calma. La portada del álbum, como si fuese una fotografía distorsionada con el objetivo conocido como ojo de pez, presenta la tipografía con los nombres del grupo y del álbum de manera que parecen ondear sobre una bandera con fondo negro. BLACK SABBATH en el púrpura de la realeza y MASTER OF REALITY en un gris casi negro, que se torna invisible al primer vistazo. Todavía la entiendo como una declaración, no sé si de intenciones, de principios o de fundamentos, independiente a los aspectos musicales de su contenido. Atronador y denso es el inicio del álbum con esa oda a la marihuana que es “Sweet Leaf”. Michael “Ozzy” Osbourne en su cantar suena como un niño emocionado y agradecido con Doña Macohna por haber ampliado su reflexividad y sus capacidades de contemplación para disfrutar de la vida, mientras Iommi hace gala de sus acordes más pegajosos y obesos para arrancar con fuerza. Sorprende que la frase “pruébala” en el cuerpo de la letra no haya sido censurada, si se considera que Black Sabbath ya registraban buenas ventas y eran sujetos de escrutinio público. “¿Pierdes el aliento cuando piensas en la muerte o mantienes la calma?” es una de mis líneas favoritas de Black Sabbath, contenida en “After Forever”. A la fecha, todavía me emociona. Es una canción que en lo personal me remite a mis 11 años, al tiempo en que de buena gana me preparaba para hacer mi confirmación en la Iglesia Católica. Por el proceso mismo me surgieron inocentes preguntas como “¿y de dónde salió Dios?”, mientras la señora que nos instruía contestó, no con una respuesta suya, tal vez basada en su fe y su lógica, sino que me leyó tal vez una parte del “Credo”. Percibí que su respuesta era para memorizar y no para discernir. Fue muy insatisfactorio, en términos tanto del reforzamiento de mi fe como en la situación misma, ya que quise comprender algo y se me trató como si fuese un autómata incapaz de razonar. De eso va “After Forever”, así como de la hipocresía entre feligreses y otros dardos a tan entrañable institución. Black Sabbath quiso lanzarla como como sencillo y curiosamente fue descartada en las estaciones de radio. Iommi, que por aquellos días todavía no contaba con fabricantes de prótesis a la medida para sus yemas mutiladas y tenía que ingeniárselas para crearse las suyas, continuaba con dolencias a causa de la tensión al pisar las cuerdas. Para grabar parte del álbum tuvo que afinar su guitarra en un tono todavía más grave que en las sesiones de sus primeros dos álbumes con el grupo. Butler tuvo que hacer lo propio con las cuerdas de

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