Kurt Cobain: el último suspiro

A 26 años de su repentina muerte, el 5 de abril sigue siendo un duro golpe a la memoria de millones de fans de Nirvana que año tras año continúan recordándole. Quise retomar un extracto del último capítulo de ‘Heavier Than Heaven: ‘Un final a la Leonard Cohen’ en donde Charles R. Cross intenta recrear de forma metódica las últimas horas del ícono de la Generación X. “En las horas previas al amanecer del martes 5 de abril, Kurt despertó en su propia cama, con las almohadas impregnadas con el perfume de Courtney, una fragancia que había percibido por primera vez cuando ella le envió la caja de seda y encaje en forma de corazón hacía tan solo tres años. Hacía frío en la casa, así que había dormido con la ropa puesta, incluido el abrigo de pana marrón. En comparación con las noches que había dormido a la intemperie en cajas de cartón, no era para tanto. Llevaba su cómoda camiseta de Half Japanese (un grupo de punk de Baltimore), sus Levi’s favoritos y, al sentarse en el borde de la cama, se ató los cordones del único calzado que tenía: un par de tenis Converse. La televisión estaba encendida, con MTV sintonizado, pero sin sonido. Se acercó al equipo de música y puso Automatic for the People de R.E.M, con el volumen bajo para que la voz de Michael Stipe sonara como un agradable susurro; Courtney encontraría posteriormente el equipo encendido aún y el cd puesto. Kurt encendió un Camel y se recostó en la cama con una libreta tamaño oficio sobre el pecho y un bolígrafo rojo de punta fina. Por un momento se quedó embelesado ante la blanca hoja de papel, pero no por culpa del llamado bloqueo del escritor, sino porque llevaba semanas, meses, años, imaginando aquellas palabras. Se quedó parado solo porque hasta una hoja de papel tamaño oficio le parecía sumamente corta, finita a más no poder. “Sabes que te quiero -había escrito en aquella carta- Quiero a Frances. Lo siento. Por favor no me sigas. Lo siento, lo siento, lo siento.” Kurt había seguido escribiendo lo siento hasta llenar la página entera. “Ahí estaré -proseguía la carta-. Los protegeré. No sé adónde voy, simplemente no puedo seguir aquí.” Escribir aquella nota le había supuesto un gran esfuerzo, pero sabía que aquella segunda misiva revestía la misma importancia, y debía ser cuidadoso con las palabras que iba a elegir. La remitió “A Boddha”, el nombre de su amigo imaginario en la infancia. Con una letra deliberadamente diminuta, escribió un texto corrido sin atender a las normas de la gramática, extremando al máximo la redacción de su contenido con el fin de garantizar la comprensión de todas y cada una de las palabras. Mientras escribía, la iluminación de la tele en MTV le proporcionaba gran parte de la luz que necesitaba para ver, pues aún no había amanecido del todo. Cuando dejó de escribir, le faltaban cinco centímetros para llenar la hoja por completo. La redacción de la nota le había costado tres cigarros. No tuvo tiempo de reescribir aquella carta veinte veces como había hecho en muchas ocasiones en sus diarios; se hacía de día y necesitaba actuar antes de que el resto del mundo despertara. Para concluir la carta puso: “Paz, amor, empatía,  Kurt Cobain”, prefiriendo escribir su nombre completo a estampar su firma. Subrayó la palabra empatía dos veces, un término que había empleado en cinco ocasiones a lo largo de su carta suicida. Añadió una línea: “Frances y Courtney, estaré en su altar”, y se metió el papel y el bolígrafo en el bolsillo izquierdo del abrigo. Kurt se levantó de la cama y entró en el armario, donde retiró de su sitio un tablón de la pared. Dentro de aquel cubículo secreto había una funda de escopeta de nailon color beige, una caja de cartuchos y una caja de puros Tom Moore. Volvió a colocar el tablón en su sitio, se metió los cartuchos en el bolsillo, tomó la caja de puros y se cargó la pesada escopeta sobre el antebrazo izquierdo. De un armario situado en el pasillo sacó dos toallas; él no las necesitaba, pero harían falta después… Bajó despacio los 19 escalones de la amplia escalera. Había pensado en todo, lo había planeado todo con la misma previsión con la que concebía las portadas y los vídeos de sus discos. Habría sangre, mucha sangre, sería un asco, y no quería que su casa acabara así. Al entrar en la cocina pasó por delante de la puerta donde Courtney y él habían empezado a marcar la altura de Frances a medida que crecía. De momento solo había una señal, una rayita en lápiz con el nombre de su pequeña a 79 centímetros del suelo. Kurt no vería nunca marcas más altas en la pared, pero estaba convencido de que la vida de su hija sería mejor sin él. No vería jamás a Courtney, a Krist, a Dave o a Pat. No volvería a ver su madre Wendy, ni a su hermana menor Kim, no volvería a tocar la guitarra, no volvería a grabar un disco, ni una canción. Jamás volvería a gritar a través de un micrófono. Una vez en la cocina abrió la puerta de la nevera y tomó una lata de cerveza Barq, sin soltar en ningún momento la escopeta. Con tan inconcebible carga encima (una lata de cerveza, un par de toallas, una caja de heroína y una escopeta, objetos que posteriormente se encontrarían formando una extraña asociación), abrió la puerta que daba al jardín trasero y atravesó el pequeño patio. Despuntaba el amanecer y la bruma del alba se cernía sobre la tierra. Así eran la mayoría de las mañanas en Aberdeen, húmedas y frías. Nunca más volvería a ver Aberdeen, nunca más treparía a lo alto de la colina Think of Me, nunca compraría la granja con la que había soñado en Grays Harbor, nunca más amanecería en la sala de espera

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