Manual de carroña: Cuando la crónica raspa, una entrevista con Alejandro González Castillo
Secta Suicida Siglo 20 tiene una de las portadas más representativas del rock mexicano. Un cadáver con la cabeza colgando de un cuello rebanado, en una plancha de alguna morgue, la mirada del occiso se pierde a un costado, una mirada tan sórdida que sentimos el frío del cuarto. Da la impresión de que el cuerpo en la plancha sigue tibio por la adrenalina previamente liberada antes de recibir la herida que deja ver su garganta expuesta. Me parece que ese cadáver tibio es sobre el que se escribe este manual de carroña. La crónica de Alejandro González Castillo no se lee, se berrea entre las texturas rasposas del asfalto. Feroz, directa y maciza. ¿Cuál es el motor del libro y sobre que cadáver descansa esta carroña? Es un libro cuyos motores son la música y el periodismo, su gasolina es todo lo que conlleva ser freelance en el mundillo del rocanrol. Cada una de las crónicas que integran el trabajo posee algún motivo musical que, en su momento, me ayudó ofreciéndome luz cuando anduve extraviado entre avenidas: de Banda Bostik a Paul McCartney, de Electric Shit a Michael Nyman. Sobre el cadáver al que te refieres, no sé. Quizá se trate del cuerpo, todavía tibio, del mismo rocanrol. Roberto Bolaño escribió en el primer manifiesto infra: “Déjenlo todo, nuevamente láncense a los caminos”. Tus crónicas están en las calles ¿Qué te ha enseñado la calle que no pueda aprenderse en la Universidad? En mi caso, la Universidad fue un callejón más. Un callejón polvoriento y pleno de basura. Porque así es la FES Aragón, de donde salí titulado como periodista. Se trata de una escuela cercada por antros, ubicada en una de las colonias más peligrosas de la mancha urbana. No diría nada nuevo al aseverar que es en la Universidad donde los que tienen oficio de borracho alcanzan plena convicción de sus facultades, y más si hablamos de periodistas. Así que quizá me inclinaría por tal enseñanza. Por otro lado, la calle y la escuela finalmente son rutas por las que fluye el conocimiento. Si el alumno de la vida es lo suficientemente diestro, puede encontrar la forma de que ambos trayectos se complementen. ¿Es verdad que un libro nunca se acaba, sino que se renuncia a él? Hacer un libro puede convertirse en un asunto tortuoso de verdad. Supongo que para cada autor debe ser distinto, pero en mi caso me enteré de que concretar una obra así significa un ejercicio de egocentrismo brutal. Terminé harto de mí, de haber pasado tantos días viéndome al espejo, analizando arrugas y granos. De entrada parece divertido sentarte a contar unas cuantas anécdotas de tu vida, pero conforme el proceso de edición avanza vas aprendiendo a detestarte a ti mismo. Entiendo tu pregunta; sí, tuve en algún momento que renunciar al libro porque de no ser por mi editor (JM Servín) me hubiera quedado haciéndole correcciones por no sé cuántos meses más. Cuando lo vi terminado, me dije: ya está, qué bueno que tengo esto en mis manos, pero no quiero leerlo nunca más. En ese rol, renuncié a él. Aunque cuando alguien me dice que está leyendo Manual de Carroña no puedo evitar preguntarle: ¿en qué parte vas? Y apenas tengo tiempo, busco esa página y leo de nuevo lo que escribí, pensando en qué estará pensando ese lector al respecto, elucubrando qué podrá estar sintiendo. De alguna forma no he podido desprenderme del todo. ¿Qué discos y autores te acompañaron en este libro? Mientras escribía no leí ni escuché nada en especial. Me instalé en un modo de trabajo donde me levantaba y pensaba de qué quería escribir, tomaba la bicicleta y me iba a alguna biblioteca a teclear hasta la tarde. Después me montaba de nuevo en la rila y pedaleaba sin tener un camino fijo. Avanzaba hasta que alguna avenida grande me hacía volver atrás. El silencio al que me sometí fue planeado, necesitaba un respiro. Durante mucho tiempo escuché música todo el tiempo a todas horas y de pronto sentí que era sano abrir un paréntesis. El cambio fue radical, incluso por primera vez en años decidí no asistir a ninguno de los festivales que tienen lugar en la ciudad. Me purgué. Sobre las lecturas, antes de arrancar con la escritura de Manual de Carroña estuve leyendo algunas biografías. Pete Townshend, Brett Anderson, Paul McCartney, Bruce Sprinsgteen, Ron Wood, Moby. Antes de la publicación de tu libro leí algo tuyo donde decías que escribir de música no te hacía periodista, entre otras cosas. ¿Qué querías decir? Que la labor del periodista musical es inmensa, que no debería abaratarse atendiendo a quienes creen que con escribir sobre los músicos que les gustan es suficiente. Publiqué un post en Facebook donde enumeraba lo que varios presumen hacer y que, consideran, basta para acreditarse como periodistas musicales. Justo esa gente es la que abarata el oficio. Porque un periodista musical debería estar capacitado para reseñar un disco de Sunn O))), entrevistarse con Yuri y Andrea Bocelli, cubrir el Flow Fest y firmar un reportaje sobre la historia de la música chicana. Y todo haciéndolo con autoridad, seriedad y rigor, sin prejuicios ni arranques de por medio. En ese sentido, hay muy pocos periodistas musicales en México; sobran faranduleros y fantoches del teclado. Pura fachada. Para ellos escribí eso que mencionas. Son personas que más o menos hacen apuntes de la música que les gusta (y en ello hay un esnobismo infame); de eso a ser periodistas musicales hay mucho tramo. De la San Felipe a la Lagunilla y viceversa ¿No crees que la literatura encontró su confort en los escritorios frente a la laptop? Pasa algo similar con el periodismo musical, precisamente. Sobra gente que escribe desde la comodidad de su hogar, que ni de gracia se para en un concierto para palpar lo que sucede. Vaya, prefieren hacer entrevistas vía telefónica con tal de no salir